Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


jueves, 2 de junio de 2011

Cerrando los ojos

La prisa, la falta de tiempo, el correr de un lado a otro...continuamente... es un signo más de la modernidad que nos ha tocado vivir. Muchas veces, en ese desaforado ir y venir, concedemos a cada cosa, a cada persona su porción de tiempo pero olvidamos dedicarnos un periodo a nosotros mismos. Ese olvido, que se ha convertido en cotidiano, parece no tener importancia porque cada vez notamos menos su ausencia cuando las necesidades de los demás se hacen exclusivamente nuestras. Dejamos de lado aquello que afecta directamente a nuestra persona por atender las urgencias del resto y en ello, nos sentimos agusto por creer que nos necesitan y que de este modo estamos conquistando el amor de los que así dependen de nuestros cuidados. Nos equivocamos en varios aspectos. Por un lado, el amor, el afecto, el cariño no está ligado directamente proporcional a la dependencia, aunque así nos parezca muchas veces. Los demás no nos quieren más si estamos en mayor medida a su servicio. A veces nos utilizan comodamente para cuestiones en las que deberían prescindir de nosotros tomando las riendas de sus propias responsabilidades. Y lo peor es cuando comenzamos a sentirnos mal si dejan de necesitarnos porque entendemos que eso manifiesta una falta de cariño. Nuevo error. Pero éste se hace más obvio cuando ni siquiera tenemos tiempo para nosotros mismos, cuando no dedicamos ni un sólo instante a cerrar los ojos y estar a solas con nuestro interior para observarnos desde dentro. Si no logramos pararnos a lo largo del día, ni dedicar unos instantes a repasar lo que sentimos, lo que temenos, lo que deseamos o por lo que debemos cambiar. De poco servirá la entrega a los demás porque la haremos desde un descontrolado desbordamiento que no ayuda ni a fijar los límites para los otros, ni a delimitar nuestro espacio con respecto a ellos. Hay que encontrar un lugar dentro de la casa, ese que más íntimo nos parezca, el que nos proporcione una mayor serenidad...cerrar los ojos...y comenzar a observarnos como si pudiésemos ponernos delante de nosotros mismos viendo a otro. Entonces podremos comenzar a decirnos lo que diríamos a los que amamos y podremos comenzar, también, a ayudarnos como lo hacemos con ellos.

martes, 31 de mayo de 2011

Formas, maneras y modos

Siempre importa la forma de decir las cosas. A veces mucho más que el contenido de lo que se dice. Los gestos, las palabras empleadas, el tono y la cadencia en el habla...dice mucho más que lo que expresan en sí mismas. Incluso la forma de mirar, de alargar la mano o de estrecharla también hablan por sí sólas. En ocasiones, una mirada intensa y permanente tiene sentido de reto y desconfianza. Pareciera que la otra persona quisiese entrar dentro de nosotros y descubrir lo que tal vez sólo imagina. Una mano fofa o demasiado prieta nos indica lo que la otra persona tiene para nosotros. Pero sobre todo, es la forma de decir lo que queremos comunicar, la que nos ensalza o nos condena. No hiere tanto la información que se transmite como el modo de hacerla llegar al que escucha. Un poco de ternura, algo más de tacto y un bastante de respeto sería la fórmula idónea hasta para decir lo desagradable. Porque la capacidad de ponernos en lugar del otro tiende puentes hacia él, acorta las distancias y favorece el camino.
Muchas veces, estamos acostumbrados a exigir sin dar, a querer cosechar sin haber sembrado, a recoger sin entregar primero y ese egoísmo malsano tiene un alto precio. Frecuentemente, las personas que apuestan por quedarse con lo suyo y con lo de los demás...se quedan, en realidad, sólas. Y lo peor es que no son capaces de ver su culpabilidad. Se instalan en el papel de víctimas y esperan que todo cambie sin hacer nada. La mayoría de las veces no soportan su destino y acaban implorando compañía aunque tengan que pagar por ello, creyendo de nuevo que deben darles amor para lo que solamente han establecido un precio.

domingo, 29 de mayo de 2011

Vida de Galería

Siempre que aparecen en los medios, príncipes, princesas, reinas madre, reyes y todos los que continuamente tienen que estar en actos de sociedad, me pregunto qué sentirán a diario en ellos. Si su aparente ausencia de problemas no conlleva otros mayores, si ese estado de bienestar perpetuo, que parecen protagonizar, no es sino una pantalla demasiado opaca para poder ser ellos mismos. Me pregunto si cada mano que estrechan, cada sonrisa que esbozan, cada asentimiento que manifiestan no es sino un acto obligado del que están deseando escapar. Pareciese, con ellos, al igual que con los ídolos musicales o los actores y actrices de cine, que su vida está esenta de todo aquello que nos sucede a los comunes mortales. Da la sensación de que nunca les duele la cabeza, ni sus muelas les molestan, ni están deprimidos, ni les ataca una gripe, ni siquiera les haga daño los zapatos. Tenemos la impresión de que son ajenos a lo humano y cercanos a lo divino...por eso, en un ímpetu rápido de lógica envidia quisiémos que de alguna forma nos sucediese lo mismo. Sin embargo, y a pesar de que estas gentes puede no tener problemas de hipotecas, de saber cómo llegar a fin de mes, de arreglárselas para pagar los móviles, los seguros, las contribuciones, la ADSL o la declaración de la renta, tienen otro mucho más pesado y definitivo, no poder ser ellos mismos a lo largo del día, no tener ni la oportunidad de expresar lo mal que se sienten, no poder encontrar el modo de mostrarse enfadados, molestos o con un mal día, si es que lo tienen. Es como estar expuestos en un escaparate gigante todo el día, a merced de los ojos que les miran, tratando de no mostrar lo que de humanos les queda y sobre todo, ocultando hasta la saciedad las miserias que les afectan como a cualquiera de nosotros. Alto precio para una vida tan corta.