DEPRESIÓN ENDÓGENA
La vida es un continuo aprendizaje. Uno cree que en la edad en la que se encuentra ya sabe casi todo, pero se confunde. Cada día nos sorprendemos a nosotros mismos reaccionando de forma diferente ante sucesos imprevistos e incluso, situaciones que ya habíamos vivido con anterioridad, se muestran caprichosamente variables y nos desconciertan. Solemos subirnos a nuestro ego y pensar que nadie va a darnos lecciones, que hemos sufrido demasiado para que otros vengan con su palabrería a desfondar lo que conocemos en carne propia. Tendemos a menospreciar al que consideramos menos que nosotros y a obviar el aprendizaje que puede conllevar el contacto con cualquiera de nuestros semejantes. Todos enseñamos a todos y todos aprendemos de los demás. El interés por entender mejor el mundo, la curiosidad por mejorarnos continuamente o el asombro de conquistarnos cada día un poco más es la llave que abre la puerta a una mente siempre dispuesta a ir más allá, a perderse en el frenético empeño de seguir activa siempre…en definitiva a alcanzar ese estado en el que no se muere nunca, mientras se vive.
Si logramos enamorarnos de la vida, ser su compañero/a más entusiasta, enredarnos en sus retos y besar el día a día como una nueva oportunidad para ser felices estaremos en el camino de lograrlo. Para ello debemos revisar las metas que hay en nuestro futuro inmediato; porque ante todo uno siempre debe tener un objetivo al que aspirar, una meta por la que luchar o un reto que alcanzar. Sea del tipo que sea. Tener claro lo que uno quiere conseguir a corto plazo, motiva y da razones para continuar. Las metas deben ser claras, posibles y no excesivamente dilatadas en el tiempo. No debemos perder la ilusión por continuar siendo valiosos. Pero en muchas ocasiones ese sentimiento de valía llega cuando nos dedicamos a otros. Cuando lo que hacemos sirve a los demás. Cuando tenemos la inmensa satisfacción de ayudar para ser ayudados. No cabe estar deprimido sin motivo porque entonces debemos ponernos en marcha y actuar. Debemos entregarnos a remediar las penas del otro y nos daremos cuenta que las nuestras son insignificantes al lado de las desgracias de otra gente. El contacto con los demás, la ayuda que podamos darles y su infinito cariño hecho con palabras, miradas o contactos, nos sana. No hay duda. Estamos hechos para compartir. Evolutivamente nuestra especie ha sido capaz de llegar al desarrollo que hoy tenemos gracias a la empatía y la compasión. Pilares, sin duda, de lo genuinamente humano. Seamos capaces de ponernos siempre en el lugar del otro y haciéndolo así llegará muy fácilmente la ternura de comprenderlo. En este estado, cualquier depresión huye al instante.