Cuando las cosas no van bien todos nos preguntamos alguna vez por qué los demás parecen más felices o tienen mejor suerte. Nos da la impresión que las desgracias no se reparten bien y que si alguien tiene ración de más…somos nosotros. El resto, son aquellos anónimos que sonríen con los buenos días en los labios mientras caminan aparentemente despreocupados o se mantienen impasibles cuando nos cruzan por la calle. Es como si en su casa no pasase nada doloroso o desagradable…como si cada mañana fuese una nueva confirmación de que en realidad son la familia perfecta. Alguna vez que también yo lo he pensado, me he dado cuenta, con el tiempo, que nadie sabemos lo que pasa detrás de la pared del vecino y que si la vida parece irnos mal solamente debemos mirar enfrente para darnos cuenta que nos puede ir peor.
Tenemos la sensación de que irnos mal la vida nos convierte en unas víctimas desprotegidas al vaivén del destino. Impotentes para cambiar el rumbo de las cosas, nos sometemos a la tristeza de seguir siendo cómplices del malestar que nos generan.
Nadie es tan feliz como parece, ni tampoco la buena suerte visita solamente a algunos. Simplemente la vida tiene su particular reparto de las situaciones para cada uno de nosotros. Nos pone a prueba, nos somete a examen, nos revisa y nos pide que actuemos en libertad, que nos equivoquemos, que respondamos aún sabiendo que caeremos muchas veces en los mismos errores. Se trata de aprender a avanzar demostrándonos a nosotros mismos que somos capaces de mejorar. Que realmente podemos cambiar la realidad solamente con modificar la forma de responder a ella.
La mente nos juega malas pasadas. Ha perdido la capacidad de supervivencia en un mundo donde muchas situaciones se nos dan hechas. La experiencia, la acción, el compromiso con lo vivido refresca esa capacidad y la amplía.
Cuanto más reducido está el campo de la experiencia, cuanto menos amplio sea el ámbito de las vivencias, cuanto menor sea el ejercicio de lo vivido…mayores temores albergamos en nuestro interior. Más miedos acunan nuestra alma y sobre todo, menos flexibles somos al juzgar y al juzgarnos. Por eso es obligado vivir y vivir intensamente. No hay otro camino de acercarnos a los demás y en ese acercamiento, conocernos definitivamente.