Hay personas que pasan por nuestra vida y en el primer instante dejan una huella imborrable que no podemos eludir nunca más.
Cuando el destino está a punto de ponernos frente a una de estas personas, un sexto sentido se dispara en nuestro interior y nuestro corazón reconoce, sin remedio, que aquella persona estuvo allí dentro hace ya mucho tiempo.
A veces, no es un conocimiento lo que se inaugura al verla por primera vez, sino un inequívoco “reconocimiento” que activa la memoria celular atrapada en los tejidos del alma para sentir la alegría de estar frente alguien que ya nos importó mucho en otro tiempo.
De hecho, las personas que se cruzan de este modo en nuestro camino, por breve que sea su estancia, nos suscitan una espera larga y serena que estamos seguros de resolver en algún punto de la existencia.
Reconocer a estas almas gemelas es fácil. Lo primero que no importa es cualquier rasgo de la apariencia externa que en otras ocasiones sería el primer punto de encuentro o desencuentro.
Todo es sencillo con ellas. Nada necesita explicitarse, nada queda obviado sin embargo, nada urge ni nada espera. El entendimiento es inmediato y la claridad de la mirada es tal que para ambos se hace la luz cuando los ojos se encuentran.
La fortuna de encontrar a una persona con la que el tiempo ya ha existido y seguirá existiendo a pesar de la presencia y más allá de la ausencia es un lujo sin precio que podremos llevar prendido en el alma como la mejor joya.
Hagamos el ejercicio de repasar la memoria y encontrar al menos un nombre que podamos identificar con ella.
Si después de breves instantes no aparece… solo hay que esperar. Llegará con seguridad y con mayor certeza aún, sabremos que la hemos encontrado nada más que aparezca.