Nunca me olvidaré de un profesor de
matemáticas que nos decía, una y otra vez, que el resultado del problema ya
estaba siempre implícito en él. En aquellos momentos no podía creerme que lo
dijese con tanta seguridad mirando a unos números que no me hablaban.
Aquella frase tenía su sentido. Lo
primero sobre lo que nos quería alertar era acerca de la capacidad, prácticamente
nula, de leer correctamente el enunciado. Nos ponía en aviso de lo importante
que es fijarse en las señales, en los datos y en las informaciones que se dan a
primera vista. De los contenidos que ya están y no vemos.
Más tarde, pretendía que creyésemos en
nuestra habilidad para resolver apelando a un sentido del conocimiento propio y
universal. Ahora, he entendido que esto es aplicable a cualquier circunstancia
de la vida y que la sabiduría está siempre en el interior. Sólo hay que evocar
el recuerdo y rescatar las respuestas.
Tengo impresiones, desde pequeña, muy
fuertes en mi. Desde hace mucho tiempo sentí mi vida como un proyecto, como una
experiencia elegida por mí en la que nada iba a ser casual, salvo mi decisión
de probarme a mi misma una y otra vez.
Intuí también que la elección de los
padres era algo que habíamos decidido, como las circunstancias por las que
pasamos o las personas que tenemos que conocer. Todo está implicado y todo nos
implica.
Nuestra misión no es únicamente con
nosotros mismos porque cada transformación, cada decisión, cada movimiento
afecta al todo que nos rodea y eso que nos toca de refilón o nos da de pleno,
también se transforma.
Ni siquiera el momento de la muerte se
me revela ajeno a nosotros. Es parte de lo mismo. De ese proyecto que encaja en
la experiencia terrenal que hemos diseñado en la carrera del aprendizaje, en la
prueba de nuestra conciencia, en la increíble aventura de volver a reconectar
con la sabiduría cósmica que nos invade.
Solamente hay que estar atento, dejarse
llevar y volver a fluir con la oleada creciente de divinidad que somos.
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