Una de las sensaciones peores que
podemos tener es el vacío de la esperanza. Cuando uno no espera, su vida
discurre en un punto negro sin un ápice del brillo que concede el entusiasmo
por lo que guardamos en nuestro corazón como expectativa. Y si malo es no tener
esperanza en la propia vida, casi peor es no tenerla para después de ella.
Ayer, con la mirada muy triste y una
voz cansada, alguien se quejaba a mi lado de la vida, de lo que temía y de lo que
no esperaba. Renegaba de los problemas, de su edad y de no creer en nada que le
salvase de la mortal apatía que le afectaba.
No puedo entender que se tema cuando no
se espera. Cuando en realidad no creemos que haya nada tras la línea que marca
el final de la vida, nada debe temerse. En ese caso, la muerte se convierte en
dormir sin soñar y cuando esto sucede, no somos conscientes ni del estado en el
que estamos como durmientes o como “murientes”.
Sin
embargo, a pesar de no creer, había un amargo ácido en sus palabras, en sus
gestos y en ese mirar perdido en el cual, estoy segura, que le gustaría creer
sin ver.
Tener
fe es ya un regalo. Fe en lo que sea. Fe en la vida, en su contrario, en
nosotros, en los otros, en el sentido oculto de nuestra existencia o en el
explícito de nuestro día a día.
La
fe no puede comprarse, ni regalarse, ni siquiera robarse. No se puede ampliar, reducir,
ni malear. Existe o no, como el amor. Ambos sentimientos, que generan estados
imposibles de igualar, constituyen un privilegio cuando llaman a nuestra puerta
porque uno se da cuenta que con ambos todo parece posible. Todo lo es.
Lo que suceda más tarde ni siquiera importa.
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