Poco a poco uno aprende a no ofernderse, así como a relativizar los halagos.
Nadie puede molestarnos si no permitimos que la crítica pase a nuestro interior, tampoco engañarnos o embaucarnos con las mieles de las palabras si sabemos filtrar lo que nos llega y cómo o por qué lo ahce así.
Posiblemente, lo mejor es, como hemos dicho estos días, serenarse y permanecer en ese equilibrio. Sean laureles o espinas lo que nos lanzan.
Tal vez, solo así podremos valorar lo que nos rodea con equidad.
Veamos este pasaje.
El maestro le dice al discípulo:
-Acércate al cementerio. Una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo se dirige al cementerio. Una vez allí, comienza a decir toda suerte de elogios a los muertos y después regresa junto al maestro.
-¿Qué dijeron los muertos? -pregunta el maestro.
-No respondieron -contesta el discípulo.
Y el maestro le ordena ahora:
-Volverás al cementerio y soltarás toda clase de insultos a los muertos.
El discípulo acude de nuevo al cementerio y sigue las instrucciones del maestro. Vocifera toda suerte de imprecaciones contra los muertos y después se reúne con el maestro.
-¿Qué dijeron los muertos? -pregunta por segunda vez el maestro.
-No respondieron -con, testa el discípulo.
Y el maestro concluye:
-Así debes ser tú: indiferente como un muerto ante los halagos o los insultos de las otras personas.
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