La
piel tiene memoria. Se acuerda de las caricias que han rodado por ella, de los
besos que la han impregnado, de las miradas que la han devorado. Recuerda y
rememora. Recrea y disfruta con aquellos juegos que mimaron su amplia espera.
Siempre
me pregunto si las coincidencias o los rechazos con las personas que conoces o
acabas de conocer no será una cuestión de piel. Ella, el órgano más grande del
cuerpo, está ahí para decirnos que no olvida, que puede evocar cada resbalón de
las manos que alisaron sus deseos y que es capaz de imaginar sueños y de
inventar cuentos sobre el roce imperceptible de lo que sucedió.
Hay
personas que por las circunstancias de la vida han de volver a empezar. Otras,
no abandonan nunca su camino, una senda demasiado conocida y cercana, una travesía
placentera en la que no deben cambiar nada y así siguen con sus luces y sus
sombras, pero cómodos en lo que les hace rodar en la superficie de la vida sin
más.
Posiblemente
en ellos la piel tenga menos memoria. Porque recordar es sufrir, en muchas
ocasiones. Mejor abandonarse al deleite del momento, al paso instantáneo de las
horas muertas, a los vacíos llenos de las risas sin sentido que van cubriendo
el tiempo.
Mejor
dejar para después lo que pudo ser ahora. Un después que solo significa
retrasar una felicidad que nunca volverá.
Mi
piel tiene memoria. Una memoria repleta de destellos, llena de divinos momentos
grabados a fuego que por mucho tiempo que pase seguirán estando presentes.
Nada
de lo que se impregne la piel se va de ella. Y a ella le corresponde buscar
afinidades, aromas y silencios repletos de amor en estado puro.
La
mía no se conforma con menos.
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