Todos
tenemos un olor especial. Un aroma único que nos distingue entre muchos. Un
definitivo estado de la piel que nos conforma y diferencia. Pero no todos pueden
percibirlo. No todos pueden distinguirnos entre el resto, ni ubicarnos en una
determinada fragancia en la que, más tarde, poder encontrarnos.
Dejamos caer nuestro aroma a cada paso
como semilla de estrellas sobre un colchón de nubes.
Dejamos
rastro. Una estela de multitud de olores que se mezclan con los de otros. Una
cola de esencias interminables para que el resto las descifre. Pero hay
vínculos invisibles que permiten que unas personas lo hagan y otras nunca
puedan.
Lo
mejor de cada uno va en ello. Lo más singular y sincero. El olor no engaña.
Visceral e instintivo se perpetúa desde los ancestros hasta la singularidad que
somos hoy. Y recuerda a la saga a la que pertenecemos instalándonos en un árbol genealógico del
cual somos el último eslabón.
Reconocer
el peculiar aroma de otro es estar vinculado a él más allá del aquí y el ahora.
Significa estar dentro de su naturaleza y participar de ella. Implica un
reconocimiento de lo que es propio desde siempre y la cierta obligación de
cuidarlo como tal.
Vamos
dejando aromas. Muchos y diferentes. Van cayendo sobre la permeabilidad de los
demás. Calando, suave y profundamente. Para algunos imperceptiblemente, para
otros resbaladizamente, para la persona especial que nos corresponde por
destino, indefectiblemente.
Quien
reconozca tu aroma, ese/a es lo tuyo.
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