Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


jueves, 24 de septiembre de 2015

EL DOLOR QUE NO SE GRITA



          Cuando podemos gritarlo, el dolor duele menos. Se comparte, alguien lo escucha y posiblemente, algún otro te consuela.


          El peor de todos los dolores es aquel que ni siquiera puede salir rodando con las lágrimas. El que se queda enquistado en la mirada. El que se retuerce dentro sin que parezca que pasa nada. Aquel que planta su bandera en el centro de la esperanza y poco a poco acaba con ella.

          En ocasiones, hay dolores que ni siquiera asoman a la garganta. Dolores secos, ciegos y mudos. Dolores que por mucho que nos cubran con sonrisas no cesan en su empeño de continuar pegados a nuestra piel.

          Nos engañamos muchas veces. Creemos que no volverán. Que se han marchado para siempre. Que nos dijeron adiós hace mucho. Y sin embrago, los volvemos a ver merodeando cerca de nuestra casa. Ahí, esperando que sigamos rindiéndonos ante su tiranía.

          Llegan a ser nuestros amigos. Tan cerca están de nosotros que perderlos nos dejaría un inmenso hueco difícil de llenar. Son parte de nuestra historia. Biografía en estado puro. Identidad con nombres y apellidos.

Nuestros dolores han parido muchas veces. Han crecido, han engordado, se han hecho viejos. Son parte de nuestro álbum de fotos, de nuestro armario, de lo pequeño que guardamos en una caja, de fechas en el calendario.

Y son fuertes. Tienen la capacidad de dejarnos enganchados tanto como una droga. Incluso a veces, ya no somos capaces de vivir sin su presencia.

Estoy convencida de que el mejor camino para llevarnos bien con el dolor que no cesa, es hacernos amigos de él. Conversar frente a frente. Haciéndole ver que ya nos ha tendido un atrampa y que también ya nos rendimos ante ella.

El dolor es maestro. Nos enseña. Nos impone el aprendizaje si no queremos repetirlo. Nos recuerdan lo posible y lo imposible. Lo que fue y lo que no será. 

Nos ayuda a ver más allá lo de más acá. Nos coloca en la posición de disfrutar más de la felicidad cuando llega. Nos ayuda a valorar más. Nos dedica la mejor versión de lo que no queremos ser y nos indica el lugar donde nunca queremos estar. 

Por eso, el dolor si sabemos tratarlo hasta no es tan malo. Porque en realidad, siempre hay algo bueno hasta en lo peor.

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