Conocerse
tanto es bueno…y hasta malo. Cuando la otra persona inicia un movimiento ya sabemos
en qué va a terminar. Cuando habla sabemos por dónde camina el pensamiento que
empuja las palabras, cuando camina sabemos qué dirección toma.
Cuanto
más semejanzas tengas con la persona conocida más sabrás que hace o dice, o que
calla o no hace.
Posiblemente
una de las tareas pendientes, por casi la mayoría de nosotros, es la
comprensión. Es difícil entender aunque seas capaz de reconocer. Comprender
equivale a perdonar, a aligerar la carga, a desmontar el peso que recae en las
espaldas del otro.
A
veces no nos gusta lo que vemos en la otra persona porque forma parte de
nuestros defectos, de lo que no queremos ver en nosotros, de aquello de lo que
queremos huir. Por eso nos hace daño. Por eso querríamos no ser capaces ni de
darnos cuenta y mucho menos de sentir que nos hace daño.
En
muchas ocasiones miramos y no queremos ver o negamos la evidencia. El
autoengaño es una forma de evadir el dolor aunque dure poco. A veces, somos
nosotros mismos los que fallamos al otro y a lo propio.
Es
muy difícil amar y a la vez tan fácil. Enamorarse es tan resbaladizo que sin
darte cuenta has caído en el corazón del otro mientras en tuyo está invadido.
Mantener
ese amor es lo complicado. Sostener la pasión, disponer la magia, encontrar
espacios diferentes, rodear rutinas, reinventar la emoción a cada instante…no
es fácil. Y no lo es porque muy pronto creemos que el otro es nuestro. Pensamos
que ya lo dimos todo, que hemos quemado todos cartuchos, que de ahí en más no
puede olvidarnos y que lo que dejamos en su corazón un día, vivirá por siempre.
No es así.
Conocerse
implica cuidarse más. Cuidarlo mejor. Porque entre otras cosas, conocerse da la
oportunidad de saber el próximo movimiento y a veces ser demasiado predecible
mata el encanto de la sorpresa o nos lleva a sufrir algunas esperadas de las
que podemos no reponernos jamás.
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