Las
horas de la noche son distintas. Son extremadamente amplias. Están hechas de
colores densos y de sensaciones encontradas.
Uno
piensa que, en realidad, hay otro día en la noche. Un tiempo de regalo cuando
lo vives sin angustia. Pareciese que el reloj caminara muy despacio. Que el
color del cielo se mantuviese lentamente idéntico para cubrirnos, silencioso y
amigo.
Lo
peor es mirar al techo, porque entonces todas las oscuridades, reales o
imaginarias, se nos vienen encima.
Recuerdo
que mi madre, mujer sabia y valiosísima, como todas las madres, me decía que
ante una larga noche no me quedase inmóvil; atada a mis pensamientos y
encadenada a mis angustias.
Ella
me hablaba de levantarme y deambular por los rincones que más me gustasen. De
encender una luz cálida, de tomar un pedazo de chocolate, de leer un fragmento
de un libro abierto por cualquier parte y de encontrar en ello las ganas de
volver a la cama.
La verdad
es que no me gusta dormir pero me encanta soñar. Cerrar los ojos e intentar
conciliar el sueño es una puerta para atesorar ramilletes de sueños. Bueno o
malos, llenos de esperanzas o desprovistos de ella pero siempre significa vivir
“otra vida” en ésta.
Últimamente
tengo que poner en práctica los consejos de mi madre. No me quiero perder ni un
momento de la vida y gozar cada acontecimiento de ella sabiendo que soy la
protagonista de mi historia y disfrutando este papel a cada instante.
Las
horas de la noche me sirven para hacer repasos de los que oigo, lo que veo, lo
que siento y lo que digo. Me dan la oportunidad de idear y visualizar lo que
deseo pero sobre todo, me permiten conocerme un poco más en cada segundo de su
paso y saber mejor lo que quiero y lo que no quiero para el día siguiente.
No
es poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario