Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


viernes, 11 de marzo de 2016

EL ESPEJO MÁGICO (Cuento zen)



Muchas veces presuponemos, dejamos crecer en la mente castillos de humo y los fantasmas se hacen mayores.
Os dejo este cuento zen como reflexión del día.
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Iriku había querido mucho a su padre. Ahora, el anciano se había reunido con los antepasados. A menudo, cuando trenzaba una cesta de bambú, Iriku pensaba:
“Si mi mujer no hubiese sentido tanta aversión por mi honorable padre, él hubiera sido más feliz en la vejez. Yo no hubiera vacilado en mostrarle mi afecto, mi respeto filial. Habríamos tenido largas y dulces conversaciones. Me habría contado cosas de la gente y las cosas del pasado…” Y lo embargaba la melancolía.
Un día de mercado, Iriku el cestero terminó su reserva de cestas más rápido que de costumbre. Se paseaba desocupado entre los puestos, cuando vio que había un comerciante chino que solía vender objetos extraños.


“Acércate, Irik–dijo el comerciante mira qué cosa más extraordinaria tengo”. Y con aire de misterio sacó de un cofre un objeto redondo y plano, cubierto de paño de seda. Lo puso entre las manos de Iriku y, con cuidado, quitó el paño. Iriku inclinó la cabeza sobre una superficie pulida y brillante. Reconoció en su interior la imagen de su padre, tal como lo había visto en sus tiempos juveniles.
 Emocionado, exclamó:
“¡Este objeto es mágico!”
- ¡Sí –dijo el comerciante-, lo llaman espejo, y es valiosísimo!”.
Pero la fiebre poseía a Iriku:
“Te ofrezco todo lo que llevo encima –dijo-. Quiero este “espejo mágico” y llevarme a casa la imagen de mi amado padre”.
Tras largas discusiones, Iriku dejó en el puesto del comerciante todo lo que había ganado aquella mañana.

En cuanto llegó a casa, Iriku se fue al granero y ocultó la imagen de su padre en un cofre. Los días siguientes, desaparecía, subía al granero y sacaba del cofre el “espejo mágico”. Se quedaba largos momentos contemplando la imagen venerada y se sentía feliz. Su mujer no tardó en darse cuenta de su extraña conducta. Una tarde, cuando él dejó un cesto a medio hacer, ella lo siguió. Vio que subía al granero, buscaba en un cofre, sacaba un objeto desconocido y lo miraba largamente adoptando un aire de misterioso placer. Luego lo cubría con un paño y volvía a guardarlo con gestos amorosos. Intrigada, esperó hasta que se fue, abrió el cofre, encontró el objeto, apartó el paño de seda, miró y vio: “¡Una mujer!”. Furiosa, bajó e increpó a su marido:
“¡Así que me engañas yéndote al granero a contemplar a una mujer diez veces al día!”
- ¡Que no! –dijo Iriku-, no te quería hablar de eso porque tú no apreciabas mucho a mi padre, pero lo que voy a ver es su imagen, y eso apacigua mi corazón.
- ¡Miserable mentiroso! – vociferó la mujer-. ¡La he visto con mis ojos! ¡Lo que tienes escondido en el granero es una mujer!
- Te aseguro que…
La discusión se fue envenenando y estaba haciéndose infernal, cuando llamó a la puerta una monja. La pareja le pidió que hiciese de árbitro. La monja subió al granero, volvió y dijo:
“¡Es una monja!”

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