Hay
una cualidad del alma que es muy peculiar: la compasión. Por ella y a través de
ella, entramos en el alma del otro, la integramos en la nuestra, la aceptamos y
la asumimos.
Por
medio de ella, llegamos a convertir la ira contra las ofensas ajenas en
comprensión hacia el lugar que ocupa el otro y sus posibilidades emocionales.
No
todo el mundo tiene la suerte de estar en un escalón evolutivo elevado; cada
uno estamos en el nuestro y si comprendemos eso habremos ganado la batalla a
las envidias, los rencores o los enconamientos.
Al
lado de la compasión, está una habilidad nada despreciable: la atención, la
concentración, el enfoque en el cual queramos diluir la vida.
Ese
punto de centración plena nos abre los canales sensitivos en una dirección y
esa determinará la energía que pongamos a su servicio y ella creará la
experiencia que se genera en torno a ella.
Os
dejo un breve cuento al respecto
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Un
joven, preso de la amargura, acudió a un monasterio en Japón y le expuso a un
anciano maestro:
—Querría alcanzar la iluminación, pero soy incapaz de soportar los años de retiro y meditación. ¿Existe un camino rápido para alguien como yo?
—Querría alcanzar la iluminación, pero soy incapaz de soportar los años de retiro y meditación. ¿Existe un camino rápido para alguien como yo?
—¿Te has concentrado a fondo en algo durante tu vida? —preguntó el monje.
—Sólo en el ajedrez, pues mi familia es rica y nunca trabajé de verdad.
El maestro llamó entonces a otro monje. Trajeron un tablero de ajedrez y una espada afilada que brillaba al sol.
—Ahora vas a jugar una partida muy especial de ajedrez. Si pierdes, te cortaré la cabeza con esta espada; y si ganas se la cortaré a tu adversario.
Empezó la partida. El joven sentía las gotas de sudor recorrer su espalda, pues estaba jugando la partida de su vida. El tablero se convirtió en el mundo entero. Se identificó con él y formó parte de él. Empezó perdiendo, pero su adversario cometió un desliz. Aprovechó la ocasión para lanzar un fuerte ataque, que cambió su suerte. Entonces miró de reojo al monje. Vio su rostro inteligente y sincero, marcado por años de esfuerzo. Evocó su propia vida, ociosa y banal...
Y de repente se sintió tocado por la piedad. Así que cometió un error voluntario y luego otro... Iba a perder. Viéndolo, el maestro arrojó el tablero al suelo y las piezas se mezclaron.
—No hay vencedor ni vencido —dijo—, No caerá ninguna cabeza.
Se volvió hacia el joven y añadió:
—Dos cosas son necesarias: la concentración y la piedad. Hoy has aprendido las dos.
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