Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


lunes, 18 de julio de 2016

CONTRA LA AMARGURA



Hay cualidades que hay que cuidar  con esmero porque ellas nos librarán de la amargura.

Una de ellas es la concentración, la atención sostenida y la focalización correcta. Donde ponemos la atención ponemos la energía y ésta nos trae siempre una experiencia. Por ello, si nuestra atención está colocada en el sitio incorrecto ello nos llevará a perder energías o a malgastarlas y sin duda, nos impelerán a acciones o experiencias inadecuadas.

Pero no todo está resuelto con la focalización de nuestra atención en el punto justo. Necesitamos piedad. Precisamos una disposición de ánimo que nos acerque al que sufre o al que va por un camino desviado. Estar cerca del error y tenderle una mano porque si todos logramos cultivar las mismas cualidades, en otro momento alguien tendrá piedad con nosotros y nos salvará de la amargura.

Veamos este texto: 

…”Un joven, preso de la amargura, acudió a un monasterio en Japón y le expuso a un anciano maestro:

—Querría alcanzar la iluminación, pero soy incapaz de soportar los años de retiro y meditación. ¿Existe un camino rápido para alguien como yo?
—¿Te has concentrado a fondo en algo durante tu vida? —preguntó el monje.
—Sólo en el ajedrez, pues mi familia es rica y nunca trabajé de verdad.

El maestro llamó entonces a otro monje. Trajeron un tablero de ajedrez y una espada afilada que brillaba al sol.

—Ahora vas a jugar una partida muy especial de ajedrez. Si pierdes, te cortaré la cabeza con esta espada; y si ganas se la cortaré a tu adversario.

Empezó la partida. El joven sentía las gotas de sudor recorrer su espalda, pues estaba jugando la partida de su vida. El tablero se convirtió en el mundo entero. Se identificó con él y formó parte de él. Empezó perdiendo, pero su adversario cometió un desliz. Aprovechó la ocasión para lanzar un fuerte ataque, que cambió su suerte. Entonces miró de reojo al monje. Vio su rostro inteligente y sincero, marcado por años de esfuerzo. Evocó su propia vida, ociosa y banal...

Y de repente se sintió tocado por la piedad. Así que cometió un error voluntario y luego otro... Iba a perder. Viéndolo, el maestro arrojó el tablero al suelo y las piezas se mezclaron.

—No hay vencedor ni vencido —dijo—, No caerá ninguna cabeza.

Se volvió hacia el joven y añadió:
—Dos cosas son necesarias: la concentración y la piedad. Hoy has aprendido las dos.”

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