Nunca
pensé estar escribiendo esto. Soy una persona de sonidos, de palabras, de
entonaciones y melodías.
Una
persona apasionada, entusiasmada y acaloradamente embriagada por las emociones.
Me gusta la fantasía, las dosis de locura bien administradas y las rutinas
rotas.
Sin
embargo, me descolocan los cambios y contrariamente a lo que pueda esperar de
mi, soy hasta un poco conservadora.
Me
siento extremista, me veo radical y sobre todo contradictoria. Y en ese juego
de claroscuros, descubro algo que ha nacido lento, fraguado en el tiempo y
dilatado en el espacio: la necesidad de tomar asiento, de parar, de tomar aire
y respirar calma.
El
primer paso es el silencio. Un intervalo que no es sinónimo de falta de
palabras, sino de ausencia de ruido interior.
Es una forma de crear ámbito para uno mismo y
distancia para con el resto. Una manera de aliarse con la serenidad y
desvincularse de las emociones intensas. Un modo de salir a la felicidad exterior
desde la quietud interna. De equilibrar el templo del alma.
He
comenzado a ser menos pasional. A jugar con el equilibrio y a echar un pulso al
riesgo. A ampliar la zona de confort y a asimilar el dolor. A disolverlo a
fuerza de aceptarlo y verlo pasar delante.
Me
cuesta crear silencio. Aprecio las primeras notas sin sonido que han comenzado
a elaborar una melodía singular en la cual yo misma soy el punto que alarga el adagio
de mi vida.
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