A
veces pienso que empleamos demasiado amor cuando cuidamos a alguien, cuando le
ayudamos a crecer o cuando simplemente queremos a rabiar.
Cualquiera
pudiera pensar que nunca es demasiado cuando se trata de este sentimiento, pero
a veces los límites están bien, al menos, cuando debamos cuidar lo que
manifestamos en el exterior.
A
mí me pasa con todo. Amo tanto cuando amo que no calculo la medida. Y me pasa
con la comida, siempre quiero tener lleno el frigorífico, la despensa, el
trastero. Es como asegurar el sostenimiento de lo que quiero y está junto a mí.
Y así lo lleno todo.
Es como si quisiera ayudar a resolver los problemas de los
demás nada más que los tienen. Me siento genial contribuyendo a ello.
También
me pasa con las plantas. Nunca sé, en realidad, el agua que necesitan y siempre
les riego demasiado. Tampoco quiero que pasen hambre o sed.
Me
doy cuenta que si ponemos demasiado empeño en “otros”, en lo “otro”, lo
restamos de nosotros mismos y posiblemente a los demás les sobre tanto ahínco.
Vuelvo
a apostar por el equilibrio, el punto medio, la serenidad y el dejar hacer.
Nuestro
comportamiento refleja el de nuestros cuidadores. A mí me cuidaron así. A golpe
de entusiasmo, de protección y de super cuidado. Tal vez, esta moneda brillante
tenga otra cara porque he buscado esa cálida y placentera sensación de cobijo
en el mundo al que salí al desprenderme de sus brazos.
Ello
me ha hecho un tanto indefensa. Tengo
que reconocer que me cuesta ser dura y que lo hago solamente en situaciones
extremas.
Hay
que construir actitudes, modelar emociones y cincelar expresiones.
Dejar
ir, dejar hacer, dejar ser, dejar equivocarse, dejar volar, dejar llegar, dejar
sentir, dejar pasar… dejar de fijarse tanto en los demás y de juzgarnos a
nosotros mismos; dejar entrar el aire fresco y respirarlo con calma será un
buen comienzo para este período del año que va en busca ya del otoño.
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