Todos
tenemos tristezas profundas. A veces están en la superficie, rozando la piel y
con el dolor explosionando a cada instante. Otras, se quedan dormitando en los
recuerdos decididamente no nombrados; hibernando, a punto de despertar del
letargo cuando algo golpea en su profundo sueño.
Cuando
uno siente esa tristeza invadiéndolo todo, lo mejor es conectar con el
sentimiento. En silencio, despacio, de
forma suave como dejando que resbale sobre el alma. Dando la mano al
sufrimiento que conllevan y después abriendo espacio para que se dispersen en
nuestro interior.
No
podemos y no debemos evitar la tristeza. Ella lega sin avisar y a veces, para
quedarse mucho tiempo. Lo que podemos hacer es invitarla a pasar, no
resistirnos al malestar que nos regala y siendo compasivos con lo que deja a su
paso y con nuestra forma de sufrirlo.
A
veces, nos indigna lo que “nos hacen” los de fuera. No entendemos por qué nos
tratan así sin merecerlo y eludimos comprender que cada uno libra sus propias
batallas, que todos estamos conectados y que lo de los demás nos salpica.
También lo nuestro modifica y condiciona lo que otros viven junto a nosotros.
Decisiones
simples pueden convertirse en el inicio de historias inimaginables. Cualquier
paso que creamos sin importancia puede cambiar la vida.
Los
sucesos se encadenan, las piezas se mueven y al final…todo encaja.
Las
tristezas profundas anuncias alegrías inmensas que están por llegar. Todo es cíclico.
Un polo se conecta con el contrario y en el medio surge la maravillosa chispa
en la que debemos apasionarnos por la vida y por el trabajo interior.
Así
me siento a veces, a ratos, a solas.
Así
resuelvo; arropando a la niña interior que hay en mi con el abrazo tierno de la adulta que soy.
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