Repaso
el sufrimiento que los humanos han soportado a lo largo de su historia, a manos
de otros humanos, y la vergüenza y el dolor me llegan al alma.
Cuando
uno ve imágenes de violencia entre seres que compartimos los mismos destinos,
en la misma tierra y bajo el mismo cielo, se hiela la sangre.
Para
muchas personas la vida no vale nada. Sobre todo la vida de otros. Y en nombre
de ideologías, religiones, xenofobias y mil y una etiquetas se ha hecho de la
barbarie una bandera.
Lo
peor es el convencimiento de que, en realidad, las personas que han manejado
una guillotina, han prendido una hoguera o han disparado un misil comparten el
convencimiento de que lo que hacen, es correcto.
Hemos
perdido el sentido de especie animal, que sería más aceptable que lo que
hacemos como humanos. Nos atacamos sin necesitar sobrevivir; motivo digno de
enfrentamiento en ese caso.
Nos
odiamos en base a estúpidas formas de pensar que nos alinean y nos confunden
hasta límites tan penosos como los que pretenden justificar guerras, acosos o
asesinatos.
Llegamos
a despojarnos de lo que nos diferencia como especie evolucionada para
engrandecernos con todo aquello que solamente resta y resta.
Violencia
en las parejas, pueblos asolados por guerras entre hermanos, odios enquistados
por motivos que ya no existen; demasiada memoria distorsionada y ansia de venganza
anacrónica.
Vivimos
tiempos difíciles. Momentos donde pareciese que los logros conseguidos con tanta dificultad y empeño, en todo lo que
se refiere a respeto por el ser humano y veneración por su grandeza, se vayan
solapando y rebajando en una involución de caída libre.
Cada
uno, dentro de sí, debe rescatar al humano que contiene y elevarlo a la
categoría divina que le corresponde. Pero no a la de un dios menor, sino a la
de un esplendoroso ser que logre devolverse la dignidad que le pertenece.
De lo contrario, nos queda un futuro cada vez
más negro.